lunes, 9 de marzo de 2009

Réquiem a la Managua perdida...

Ritcher 7 - Pedro Joaquín Chamorro Cardenal


Por Gaby Castro

Indudablemente, Pedro Joaquín Chamorro Cardenal (Granada, 1924 – Managua, 1978), siempre será uno de los mejores escritores de nuestro país. Su herencia es parte de nuestra crónica periodística, protagonizada por la narración y la descripción que día a día se reflejaba en las columnas editoriales de La Prensa, el principal diario nicaragüense en el siglo XX.

Dividido en veinte capítulos y cortas reflexiones, Richter 7 nos conecta en el lamentoso caos en que se convirtió la capital de la República gracias a la destrucción y a los incendios posteriores al seísmo de la madrugada del 23 de diciembre de 1972, siempre desde la perspectiva social y política del nicaragüense, por la cual luchó y hasta murió asesinado en una de las calles de los mismo escombros mencionados en el relato.

Según el maestro Guillermo Rothschuh Villanueva, este libro, escrito en 1976 es producto de la censura de prensa que impuso Anastasio Somoza Debayle después del asalto a la casa de José María Castillo en diciembre de 1974, período en que el autor incursiona brevemente en la literatura, pero en el cual dejó un legado impresionante.

Desde la “última noche de nuestra ciudad”, la vida de los managuas nunca volvió a ser igual y el Mártir de las Libertades Públicas refleja el dolor por la ciudad perdida, vista desde la perspectiva de dos de sus moradores (personajes concebidos bajo el perfil socialcristiano de PJCh) y que a la vez están llenos de la decepción que destruyó en cierta medida la esperanza de la reconstrucción de la urbe afectada.

Por cierto, el libro no posee protagonistas definidos, pero si habla unos cuantos personajes que encarnan la miseria del oprimido: La anciana que se quedó platicando sola día y noche; la joven madre que hacía cunas en todas partes, el chavalo que lloraba por las tardes y el viejo que trabajaba en las jornadas de demolición, así como de poetas, periodistas, ancianos…

El libro tiene excelente referencia histórica, como la que hace de la “primera ciudad”, que no es más que el vestigio de las pocas calles que conformaban Managua y fueron destruidas por el terremoto del 31 de marzo de 1931, o de la intervención norteamericana de los marines en Nicaragua, periodo que llama “los tiempos de olor a antiséptico” o las noticias de las Segovias, en clara alusión a la lucha de Sandino y a su pequeño ejército.

Además, habla de los símbolos que conforman Managua y que la hacen eterna: el Lago de las aguas podridas pero que era hermoso por las tardes, La Catedral en cuyos relojes estaba aun clavada la hora del gran sismo, el parque central lleno de luminarias, el viejo edificio que levantaba el Periódico familiar….

Así mismo, Chamorro denuncia la dictadura militar de los Somoza (1936 – 1979), a quien simboliza con “La Limusina negra, arca de la alianza en cuyo seno convergían todos los poderes reconstructores del universo”. Igualmente, a los infinitos “comités de la esperanza” que garantizaban el “orden” y las jornadas de reconstrucción de la ciudad, o mejor dicho que causaba la explotación obrera, los despidos a los trabajadores sindicalizados, en la cual no importaba sexo ni la edad, los altos precios de las nuevas viviendas, los fondos dedicados a la policía y las cárceles donde se perpetraban torturas.

El autor identifica las consecuencias inmediatas posteriores al terremoto, las cuales no fueron soportadas por el Gobierno ni por la ayuda internacional, que fue controlada por la Guardia Nacional y que a la vez propició los saqueos y el caos en los escombros: “la ola de suicidios, el llanto colectivo, la costumbre de los homenajes, los nuevos inventos en materia de reconstrucción de ciudades, la alteración de leyes…”.

Quienes conocieron o siguieron de cerca la vida de PJCh, pueden identificar elementos que relacionan su paso por el mundo, que también concuerdan con lo que relata su esposa, la ex presidenta Violeta Barrios en sus memorias “Sueños del Corazón”, tales como:

 La masacre del 22 de enero de 1967, cuando se refugió en el gran hotel donde “las tanquetas gubernamentales estrenaron pequeños cañones contra la multitud”.
 La imagen de la mujer en el tocador, en clara alusión a su esposa.
 La relación que hace de los parqueos exclusivos de La Prensa con los espacios del panteón, como parte del ciclo de la vida.
 Cuando los perros pastor alemán aullaron, que eran propiedad de la familia Chamorro “al paso de las ambulancias (…) desde el eco de las fiestas y me dormí pensando en la filas de parquímetros hilvanando en las aceras como policías automáticos”
 Los paseos en moto de la madrugada, que eran parte de la rutina de Chamorro
 Cuando días antes de la hecatombe, el periódico publicó las predicciones de Carlos Santos Berroterán sobre la “excepcional sequía va a causar un desajuste en las capas interiores de la tierra…”
 El primer editorial que se publicó cuando el periódico circuló de nuevo después de la tragedia “Un ensayo del Juicio Final”.
 El homenaje brindado al “poeta”, que era Pablo Antonio Cuadra

Es importante destacar también la crítica al culto al poder, que muchas veces es lo único que nos mueve. Es más, culpa a la rutina de fabricar una vida falsa que permite que nos olvidemos que detrás de toda grandeza se arrincona la miseria, protagonista de nuestra historia.

En definitiva, es excelente la reflexión que hace Chamorro de la pérdida de los rostros, que se convierten en burbujas blancas listas para llorar por la ciudad que murió y que perdió su identidad, que sería en concreto y como se ha mencionado, el ensayo del nuestro juicio final, comparado únicamente con la tragedia de Pompeya y las predicciones del libro del Apocalipsis, pero que después de todo deja abierta la brecha de un futuro mejor, aunque vivamos con la inquietud permanente de que todavía la hora no ha llegado, y que sólo fue una prueba…

Publicado en "Stage" - Edición # 25. Septiembre 2008

Managua: La Hija del Dolor


Por Byron Antonio Delgado Rocha - Estudiante de Comunicación Social

Managua es un asentamiento en la ribera meridional del lago Xolotlán que se convirtió en capital en 1857 para acabar con la disputa localista entre León y Granada, pretendientes a la supremacía gubernamental durante toda la colonia y los años posteriores a la independencia. La decisión resultó ser una inteligente maniobra política, pero encerraba un infortunado desacierto geográfico.

Desde las revueltas sangrientas y las treguas inestables hasta las catástrofes naturales, nuestra capital ha sido una mártir que fija su mirada altiva en su fatal destino para luego recaer con mucho más fuerza. Ninguna otra ciudad de tamaño similar ha tenido un registro de destrucción mayor que Managua.

Las huellas de Acahualinca, vestigio de presencia humana en la zona, nos registra uno de los tantos escenarios trágicos de sus habitantes en pánico corriendo hacia el lago para salvarse de la actividad volcánica. Desde entonces los nativos del lugar bautizado como Managua, se acostumbraron a la constante devastación.

Las congojas de sus primeros pobladores se vieron aumentadas con la mano del hombre blanco. A la llegada de los españoles a la región, el cronista de indias Fernández de Oviedo y Valdés describió a Managua como una bella villa y populosa con más o menos cuarenta mil almas. Seis años después en 1528 registró a penas 1100 individuos en total ruina. Los demás sufrieron la exterminación en los sucesos bélicos con los recién llegados. El despoblamiento había sido de tal magnitud que tuvieron que pasar más de tres siglos y medio para que la antigua plaza indígena llegase a contar la misma cantidad de habitantes que tenía en sus orígenes.

Son tantas las heridas suscitadas por la naturaleza y la mano humana en el paraje de belleza singular tan atractivo para tantos errante que hoy nos parece llaga y recuerdo como una realidad indivisible para el pueblo managüense. Desde niños heredamos de nuestros mayores las anécdotas de fatalidades y avatares de vidas, producto de los telúricos desastres y las guerras civiles.

Durante el siglo XX dos terremotos han ocasionado la ruina de la capital. El de 1931 la destruyó casi en su totalidad las edificaciones solamente la catedral, estructura de marco de acero, quedó en pie. Además de la catedral, el managüense quedó altivo contemplando la desolación y soñando con el resurgir, se recuperó totalmente en diez años.

De un pueblo de tradición indígena, Managua se convirtió en una ciudad moderna en desarrollo, con una población caracterizada por su alegría y calidez. Cada primero y diez de Agosto rememora el culto a sus antepasados en una procesión a Santo Domingo, forma sincrética del culto al dios Xólotl y últimos rescoldos de sus glorias pasadas.
La Avenida Roosevelt, sus modernas instalaciones comerciales, los edificios bancarios, los centros de recreación eran símbolos de su nuevo esplendor.

Artículos norteamericanos y europeos podían obtenerse en los lujosos supermercados donde la clase alta gozaba de los servicios exclusivos como en el primer mundo. Mientras tanto, las familias pobres iban a los mercados populares donde el comercio se mantenía como tiangue prehispánico. Las sopas, la chicha y las chinelas se podían encontrar en la rústica canasta del oriental, todo un ambiente precolombino traído al siglo XX.

Las modernas residencias de la clase alta desentonaban con los tugurios de madera de los barrios populares donde se alquilaba en las vecindades o colonias en hacinamiento y con pocos servicios. A penas a dos cuadras de los modernos edificios se concentraban las casas de los managüenses orgullosos de su ciudad que era el mejor ejemplo del contraste en el mundo subdesarrollado.

Como toda capital latinoamericana dependía principalmente de las importaciones de productos suntuarios de l comercio internacional y el acaparamiento de los productos agrícolas de la ruralidad nicaragüense. Era pues, Managua con 420 mil habitantes el centro industrial de productos alimenticios, petroquímicos y textiles más importante de una nación pequeña regida por una dictadura militar dinástica que promocionaba la concentración de la riqueza en pocas manos.

El riesgo de una catástrofe telúrica como el terremoto de 1972 era extraordinariamente alto, a pesar de ello las autoridades no comprendía que cualquier eventualidad podría desencadenar una devastación mucho mayor que la de 1931, pero estaban más concentrado en una lucha política. En vísperas del terremoto de 1972, el país era gobernado por una tregua inestable llamado triunvirato donde todo era manejado por Anastasio Somoza Debayle, Jefe de la Guardia Nacional.

De hecho Managua no contaba con ninguna fuerza policiaca que mantuviera el orden. Se sabe que para todo el territorio nacional había cinco mil guardias con poco entrenamiento para las emergencias.

Una ley según los códigos norteamericanos de resistencia sísmica fue recién aprobada en vísperas del desastre, solamente seis de las edificaciones principales tenía un diseño antisísmico. De hecho, el terremoto arrojó una pista de la vulnerabilidad de la infraestructura y uno de los principales males que aqueja a nuestras sociedades, la corrupción. La mayoría de las edificaciones carecía de los cimientos necesarios por que habían sido sustraídos por los constructores.

Las casitas de la población humilde en su mayoría eran de adobe o concreto sin columnas ni vigas. Pero también eran de madera, un material de rápida combustión en los incendios que se desatan siempre en situaciones como los terremotos.
La composición social de los managüenses como en todos los países latinoamericanos se rige por dos circunstancias cruciales: no existe un sentido de misión y la resistencia al cambio. El primero en situaciones de emergencia, el managüense piensa “sálvese quien pueda”, no tiene una visión de compromiso con la colectividad y es presa del pánico y del individualismo.

En el otro aspecto resulta que se acostumbra tanto a las causas de su sufrir que no quiere cambiar y experimenta una etapa de resiliencia ante las actitudes de empresa, esto se ve reflejado en que no quiere tomar medida preventivas por si acaso un desastre. Todo estaba preparado para un devastación si se toma en cuenta que las medidas significativas eran tímidas reformas en el código de construcción y una frecuencia de radio en caso de emergencia que conectaba con los demás países de Centroamérica.

El terremoto del 23 de diciembre de 1972 fue la mayor catástrofe que afrontó nuestra nación en su historia. Las estadísticas rondan por los once mil muertos, 60 % de los capitalinos huyendo, 70% sin vivienda temporalmente. En apenas tres sacudidas a las 12.30, 1.18 y 1.20 a.m. Nicaragua perdió el 10% de su capacidad industrial, 50% de sus instalaciones comerciales y el 60% de sus servicios gubernamentales, más de tres veces su producto interno bruto.

Nacimos bajo el fuego de la tragedia, nos consolidamos en la alforja de la guerra y seguimos coexistiendo con el peligro de una nueva desventura y esto se mira patentizado en nuevas ruinas como el reciente incendio del mercado oriental que es producto simplemente de una serie de circunstancias que ya ha sido señaladas pero no buscamos como mejorar. De nuevo, los recuerdos de h0rror se vuelven a refrescar para recordarnos que mientras no cambiemos el estoicismo por la prevención no cambiaremos la historia de dolor y tragedia de la que con orgullo ostenta la categoría de capital.

Managua 6.30 PM


En las tardes son dulces los neones
Y las luces de mercurio, pálidas y bellas…
Y la estrella roja de una torre de radio
En el cielo crepuscular de Managua
Es tan bonita como Venus
Y un anuncio de ESSO es como la luna

Las lucecitas rojas de los automóviles son místicas

(El alma. Es como una muchacha besuqueada detrás de un
Auto)

TACA BUNGE KLM SINGER
MENNEM HTM GÓMEZ NORGE
EPM SAF ÓPTICA SELECTA

Proclama la gloria de Dios!
(Bésame bajo los anuncios luminosos oh Dios)
KODAK TROPICAL RADIO F&C REYES
En muchos colores
Deletrean tu nombre.

“Transmiten
La noticia…”
Otro significado
No lo conozco
Las crueldades de esas luces no las defiendo
Y si he de dar un testimonio sobre mi época
Es éste: fue bárbara y primitiva
Pero poética


(1962)
De oración por Marilyn Monroe y otros poemas. Medellín, Ediciones de la Tertulia, 1965, Página 17.