lunes, 9 de marzo de 2009

Managua: La Hija del Dolor


Por Byron Antonio Delgado Rocha - Estudiante de Comunicación Social

Managua es un asentamiento en la ribera meridional del lago Xolotlán que se convirtió en capital en 1857 para acabar con la disputa localista entre León y Granada, pretendientes a la supremacía gubernamental durante toda la colonia y los años posteriores a la independencia. La decisión resultó ser una inteligente maniobra política, pero encerraba un infortunado desacierto geográfico.

Desde las revueltas sangrientas y las treguas inestables hasta las catástrofes naturales, nuestra capital ha sido una mártir que fija su mirada altiva en su fatal destino para luego recaer con mucho más fuerza. Ninguna otra ciudad de tamaño similar ha tenido un registro de destrucción mayor que Managua.

Las huellas de Acahualinca, vestigio de presencia humana en la zona, nos registra uno de los tantos escenarios trágicos de sus habitantes en pánico corriendo hacia el lago para salvarse de la actividad volcánica. Desde entonces los nativos del lugar bautizado como Managua, se acostumbraron a la constante devastación.

Las congojas de sus primeros pobladores se vieron aumentadas con la mano del hombre blanco. A la llegada de los españoles a la región, el cronista de indias Fernández de Oviedo y Valdés describió a Managua como una bella villa y populosa con más o menos cuarenta mil almas. Seis años después en 1528 registró a penas 1100 individuos en total ruina. Los demás sufrieron la exterminación en los sucesos bélicos con los recién llegados. El despoblamiento había sido de tal magnitud que tuvieron que pasar más de tres siglos y medio para que la antigua plaza indígena llegase a contar la misma cantidad de habitantes que tenía en sus orígenes.

Son tantas las heridas suscitadas por la naturaleza y la mano humana en el paraje de belleza singular tan atractivo para tantos errante que hoy nos parece llaga y recuerdo como una realidad indivisible para el pueblo managüense. Desde niños heredamos de nuestros mayores las anécdotas de fatalidades y avatares de vidas, producto de los telúricos desastres y las guerras civiles.

Durante el siglo XX dos terremotos han ocasionado la ruina de la capital. El de 1931 la destruyó casi en su totalidad las edificaciones solamente la catedral, estructura de marco de acero, quedó en pie. Además de la catedral, el managüense quedó altivo contemplando la desolación y soñando con el resurgir, se recuperó totalmente en diez años.

De un pueblo de tradición indígena, Managua se convirtió en una ciudad moderna en desarrollo, con una población caracterizada por su alegría y calidez. Cada primero y diez de Agosto rememora el culto a sus antepasados en una procesión a Santo Domingo, forma sincrética del culto al dios Xólotl y últimos rescoldos de sus glorias pasadas.
La Avenida Roosevelt, sus modernas instalaciones comerciales, los edificios bancarios, los centros de recreación eran símbolos de su nuevo esplendor.

Artículos norteamericanos y europeos podían obtenerse en los lujosos supermercados donde la clase alta gozaba de los servicios exclusivos como en el primer mundo. Mientras tanto, las familias pobres iban a los mercados populares donde el comercio se mantenía como tiangue prehispánico. Las sopas, la chicha y las chinelas se podían encontrar en la rústica canasta del oriental, todo un ambiente precolombino traído al siglo XX.

Las modernas residencias de la clase alta desentonaban con los tugurios de madera de los barrios populares donde se alquilaba en las vecindades o colonias en hacinamiento y con pocos servicios. A penas a dos cuadras de los modernos edificios se concentraban las casas de los managüenses orgullosos de su ciudad que era el mejor ejemplo del contraste en el mundo subdesarrollado.

Como toda capital latinoamericana dependía principalmente de las importaciones de productos suntuarios de l comercio internacional y el acaparamiento de los productos agrícolas de la ruralidad nicaragüense. Era pues, Managua con 420 mil habitantes el centro industrial de productos alimenticios, petroquímicos y textiles más importante de una nación pequeña regida por una dictadura militar dinástica que promocionaba la concentración de la riqueza en pocas manos.

El riesgo de una catástrofe telúrica como el terremoto de 1972 era extraordinariamente alto, a pesar de ello las autoridades no comprendía que cualquier eventualidad podría desencadenar una devastación mucho mayor que la de 1931, pero estaban más concentrado en una lucha política. En vísperas del terremoto de 1972, el país era gobernado por una tregua inestable llamado triunvirato donde todo era manejado por Anastasio Somoza Debayle, Jefe de la Guardia Nacional.

De hecho Managua no contaba con ninguna fuerza policiaca que mantuviera el orden. Se sabe que para todo el territorio nacional había cinco mil guardias con poco entrenamiento para las emergencias.

Una ley según los códigos norteamericanos de resistencia sísmica fue recién aprobada en vísperas del desastre, solamente seis de las edificaciones principales tenía un diseño antisísmico. De hecho, el terremoto arrojó una pista de la vulnerabilidad de la infraestructura y uno de los principales males que aqueja a nuestras sociedades, la corrupción. La mayoría de las edificaciones carecía de los cimientos necesarios por que habían sido sustraídos por los constructores.

Las casitas de la población humilde en su mayoría eran de adobe o concreto sin columnas ni vigas. Pero también eran de madera, un material de rápida combustión en los incendios que se desatan siempre en situaciones como los terremotos.
La composición social de los managüenses como en todos los países latinoamericanos se rige por dos circunstancias cruciales: no existe un sentido de misión y la resistencia al cambio. El primero en situaciones de emergencia, el managüense piensa “sálvese quien pueda”, no tiene una visión de compromiso con la colectividad y es presa del pánico y del individualismo.

En el otro aspecto resulta que se acostumbra tanto a las causas de su sufrir que no quiere cambiar y experimenta una etapa de resiliencia ante las actitudes de empresa, esto se ve reflejado en que no quiere tomar medida preventivas por si acaso un desastre. Todo estaba preparado para un devastación si se toma en cuenta que las medidas significativas eran tímidas reformas en el código de construcción y una frecuencia de radio en caso de emergencia que conectaba con los demás países de Centroamérica.

El terremoto del 23 de diciembre de 1972 fue la mayor catástrofe que afrontó nuestra nación en su historia. Las estadísticas rondan por los once mil muertos, 60 % de los capitalinos huyendo, 70% sin vivienda temporalmente. En apenas tres sacudidas a las 12.30, 1.18 y 1.20 a.m. Nicaragua perdió el 10% de su capacidad industrial, 50% de sus instalaciones comerciales y el 60% de sus servicios gubernamentales, más de tres veces su producto interno bruto.

Nacimos bajo el fuego de la tragedia, nos consolidamos en la alforja de la guerra y seguimos coexistiendo con el peligro de una nueva desventura y esto se mira patentizado en nuevas ruinas como el reciente incendio del mercado oriental que es producto simplemente de una serie de circunstancias que ya ha sido señaladas pero no buscamos como mejorar. De nuevo, los recuerdos de h0rror se vuelven a refrescar para recordarnos que mientras no cambiemos el estoicismo por la prevención no cambiaremos la historia de dolor y tragedia de la que con orgullo ostenta la categoría de capital.

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