sábado, 4 de abril de 2009

“La horrible noche estrellada”


Esa tarde del 23 de diciembre de 1972, los capitalinos vieron llegar la noche con un temor inaudito. Las primeras armas empezaron a relucir en el cinto de los jefes de familia. Todo mundo se armó. Por algún motivo, la luz del día daba un poco más de tranquilidad en medio de aquella desolación. Las tinieblas de la noche cayeron con una pesadez extraordinaria, de terribles presentimientos.

A las 7 de la noche, la oscuridad se hizo total, y un cielo estrellado, maravillosamente estrellado, cubrió Managua, sus escombros, sus incendios y sus millares de personas atontadas, empavorecidas, indecisas.

Esa noche del 23 al 24 fue algo extraordinario. Una noche bellísima y tenebrosa. Entre los escombros, en las aceras, en los hospitales improvisados, la gente no podría reconocerse en medio metro de distancia. Seguía temblando. Ni una sola luz rompía la oscuridad.

En los grupos organizados para acampar la gente se reconocía sólo por la voz y tardaban en orientarse, buscándose. Arriba brillaban las constelaciones. Mundos lejanos. Es imposible, ante ese espectáculo y cuando la gran hoguera de incendios de Managua había vuelto a encenderse, imaginarse un grupo humano, como los habitantes de Managua, tan recluidos, tan indefensos, tan patéticamente solos en su desgracia inmensa. Era un inmenso naufragio de 400, 000 personas, flotando en un cascarón carcomido en medio de una noche tan imponente que era imposible ver a simple vista a miles de años luz de distancia.

En esa noche, todos los habitantes de Managua conocieron la muerte; unos, la definitiva. Otros, una breve muerte espiritual de encogimiento, de no saber qué hacer… se piensa en el fin inminente de la vida, en una agonía lenta, sin agua ni comida y quizá en sí estamos listos para pasar a la otra vida.

Horacio Ruiz. Tomado de la primera edición de La Prensa que salió al mercado (marzo 1973) después del la hecatombe.

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